1911. María Lejárraga solía sentarse todas las noches a la escasa luz de una pobre bombilla solitaria. Hacía frío. Sus manos cubiertas con los guantes de lana dejaban sus finos dedos al descubierto. Extendía sobre su escritorio de madera de nogal unas cuartillas blancas perfumadas y sobre ellas comenzaba a trazar con maestría signos caligráficos.
Sus dedos pulgar e índice se manchaban de la tinta que soltaba la pluma negra cada vez que la mojaba en el tintero. Había que tener cuidado con la tinta para no emborronar las cuartillas. Y mucho más cuidado con los tachones, aunque María solía escribir de corrido las obras que firmaba con el nombre de su marido, Gregorio Martínez Sierra.
Hacía frío. Una polilla revoloteaba alrededor de la solitaria bombilla que pendía de un hilo sobre la mesa en la que María estaba escribiendo. La polilla era negra y contrastaba como una sombra sobre la luz. Los guantes de lana no evitaban los sabañones sobre los dedos afanosos.
(...)
y aquí en tapa blanda
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